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0,957 ´ 10-10 m a 105,3o

Una medida de armonía

Fernando Carvalho Rodrigues
Profesor de  Universidade Independente - Lisboa

 

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Una estrella envió a un mensajero. Un átomo de hidrógeno. Encontró un emisario venido de otra estrella. Un átomo de oxígeno. Se entendieron. Tenían un lenguaje común. Compartieron un electrón. Mantuvieron su distancia. Exactamente 0,957 ´ 1010 m. para llegar hasta otro átomo de hidrógeno. Tenían un lenguaje común. Otro electrón. Los dos electrones generaron polos opuestos. Comprobaron que podían coexistir a 105,3º el uno del otro. Habían descubierto una vecindad armoniosa. Esta armonía dio estabilidad a una molécula. Le llamamos agua.

Esta molécula de agua estaba sana. Era justa y perfecta. Tenía paz. Era una molécula feliz.

Como todas las cosas felices, las moléculas de agua sentían placer al estar juntas. Sentían cerca las olas de las mareas de sus electrones. La altura y el período de esas mareas dependía de la temperatura y de la presión. Según su amplitud, el agua podía ser un sólido, un líquido o un gas.

En cualquiera de sus formas, el agua buscaba lo permanente y lo contingente. En los cometas viajaba, helada, por todo el universo. Cerca de cada estrella brillaba en su propia llama. En los planetas encontró vecinos.

En uno de ellos, la radiación de una estrella hizo que apareciesen las temperaturas y presiones adecuadas. Casi a sus anchas, el agua podía volverse tan sólida como una roca, podía fluir como un líquido o expandirse como un gas.

En ese planeta cayeron el granizo y la nieve. Unos glaciares retrocedieron. Otros avanzaron. Algunos océanos se vaciaron. Otros se llenaron. Hubo mares que se redujeron. Otros aumentaron. Ciertos ríos se secaron. Otros se desbordaron. Nieblas y nubes fueron y vinieron.

Era un planeta para que el agua fuese libre. El agua quiso mostrar su gratitud con su armonía, sus polos eléctricos, el agua fue el argamasa de la vida.

La estrella es el Sol. El planeta es la Tierra. En este planeta uno de los vecinos del agua dice ser Homo sapiens sapiens. Tiene una opinión.

¡Como nos gusta tener una opinión!... Siempre nos hemos entretenido en la conjetura causal. Hemos desarrollado una gran habilidad para combinar argumentos, para explicar el pasado y para prever. Muchas veces decimos: es probable que... Esta probabilidad no es el azar.¡No! Es una medida de cuán seguros estamos de algo.

Este es el método para producir casi todo, a partir de la nada, del espíritu. Una vez superada la curva del miedo, nuestra capacidad para tejer la maravilla con los hilos de lo desconocido no conoce límites.

Queremos propagar esta maravilla y nuestra opinión. Es un imperativo biológico. Es una necesidad de dar a conocer nuestra opinión. Es el resultado de miles de millones de años de evolución. Brotó de la unidad indivisa del Universo. Fue cantada por José Saramago:

 

 

Desde mí a la estrella un paso me separa:

Lumbres de la misma luz que dispersó

En la casual explosión del nacimiento,

Entre la noche que fue y que será,

La gloria solar del pensamiento

 

Buscamos a los demás para transmitirles información: la diferencia que marca la diferencia. El impulso inquebrantable de ir al encuentro de vecinos es la respuesta poderosa de la naturaleza a lo que llamamos inteligencia. La naturaleza nos empuja hacia la armonía. El principio de la salud, de la justicia, de la paz, del amor y de la felicidad.

Ahí reside nuestra incesante búsqueda del prójimo, de los vecinos. Tenemos que verlos. Tenemos que tocarlos. Tenemos urgencia en mostrarles el cuerpo y el alma. Necesitamos declarar nuestro yo. Tenemos, por ello, que afirmar quienes somos, lo que pensamos. Tenemos el deseo permanente de compartir nuestro "mí".

Comenzó por ser difícil. A pesar de todo, en el año 311 a.C., los Romanos construyeron una carretera terrestre: la Via Appia. Las legiones romanas caminaron a lo largo de ella, a través del espacio, más deprisa que nunca hacia las batallas del Sur de Italia.

A partir de este inicio tan modesto, la humanidad descubrió que podía construir una red formada por estas carreteras terrestres. A través de ellas un número mucho mayor de personas podía establecer contacto entre sí durante la vida.

La extensión del vecindario de cada ser creció inmensamente. Una familia patricia, que vivía en Odrinhas, recibía preguntas del Senado. A través de las carreteras terrestres hacía saber su voto, en Roma, ocho días después. Se pagaba para viajar por estas carreteras. Se habían inventado el pasaporte y el peaje.

La aparición de estas carreteras y de sus redes provocó una gran expansión de la economía. Surgieron nuevas naciones. Se creó una nueva ley. Una religión se difundió hasta los límites de la red de carreteras terrestres.

Durante miles de años las carreteras terrestres fueron el único medio eficaz de ir al encuentro de vecinos.

Hasta que, hace seiscientos años, el ingenio portugués descubrió que era posible ir más deprisa, aumentar el número y la naturaleza de los vecinos, utilizando los océanos.

Este fue el descubrimiento iniciado por los Portugueses. La llegada a un lugar o a otro, el paso de este o aquel cabo, superar esta o aquella dificultad, por más heroicos que hayan sido, fueron episodios.

El descubrimiento fue que, en este planeta, el hombre y cualquier otra especie pueden viajar, em el espacio, con mucha mayor rapidez a través de las rutas marítimas. En consecuencia, la vecindad de todas las especies aumentó alcanzando dimensiones sin precedentes. Una vez más, las economías crecieron considerablemente.

Les portugueses osaron abrir nuevos derroteros a todo el mundo.

Durante cientos de años únicamente hubo caminos terrestres y marítimos.

A principios del siglo XX el ingenio americano comenzó a cruzar los caminos del aire. A través de ellos, la vecindad se amplió sobremanera. El tiempo se redujo proporcionalmente.

Cuando sólo había rutas marítimas, las personas cercanas a un hombre infectado por un virus con un corto período de incubación eran muy pocas. Si embarcase, la nave en que viajase no llegaría a ningún puerto. Hoy ese hombre entra en un avión. En pocas horas llega a cualquier lugar del planeta. No lo conocemos. Pero él está cerca, es vecino de todos nosotros.

Nuestro yo y el yo de otro, por más alejados que estén, están próximos en la distancia del tiempo. Por el aire se viaja deprisa. No sólo la humanidad. Todas las especies han encontrado nuevos vecinos. Viven en nuevos ambientes. Nuestra misma especie, a través de carreteras terrestres, marítimas y aéreas vive en todos los habitats generados por el Sol y por la Tierra.

Todos los años encontramos nuevas especies: algunas son animales y plantas muy complejas; otras son simples criaturas unicelulares y virus. También son nuestros vecinos. Amamos a algunos. Detestamos a otros. Unos nos atacan. A otros los exterminamos sin saber por qué. Algunos nos resultan tan extraños que los tratamos como verdaderos extraterrestres. En cualquier caso, todos son nuestros vecinos.

En los últimos años de la década de los 50 el ingenio ruso inició los estudios necesarios para salir al espacio exterior. Comenzó una nueva búsqueda. Se están rompiendo las ataduras de nuestra especie a la Tierra. Nos estamos liberando de la vulnerabilidad de habitar un sólo planeta. En este preciso momento estamos aprendiendo a vivir en el ambiente más agresivo que jamás haya podido encontrar el hombre: el espacio exterior.

El día 20 de julio de 1969, dos americanos caminaron en la Luna. Veinticuatro hombres dejaron sus huellas en este planeta. Dentro de mil años serán la firma del siglo XX.

Tras este momento glorioso, una extraña apatía invadió a la humanidad. De las ilusiones de una sociedad sin riesgos recogemos hoy las angustias. Conocer bien el planeta Tierra a través y más allá del Sistema Solar son, sólo aparentemente, objetivos diferentes. Ninguno de ellos es finito.

El descubrimiento de una nueva ruta, independientemente del tiempo empleado, siempre aportó un conjunto de nuevos vecinos. Con ellos vino un incremento de prosperidad. En primer lugar, para los que tuvieron el talento, la energía y el coraje de descubrirla y de seguirla. Luego, el proceso de difusión tradicional la dispersa por toda la humanidad y, cada vez más, por todos los habitantes del planeta.

Sin embargo, estos grandiosos descubrimientos de la humanidad tienen limitaciones. Es difícil hacer pasar rutas terrestres por la geografía y la geología del terreno. No se construyen barcos que no cumplan los principios de la hidrodinámica. No se vuela sin obedecer a las leyes de la aerodinámica. Los viajes por el espacio tienen que estar de acuerdo con las leyes de la gravitación. Y la termodinámica nos asegura que en un sistema cerrado la entropía crece siempre.

En todas estas rutas transportamos, cada vez con mayor velocidad, el yo. Para viajar por ellas tenemos que entrenar el cuerpo y el alma, el yo, para que no se rebele contra la incomodidad. En esta compulsión frenética de ir, tenemos que estar preparados para todos los lanzamientos. El yo tiene que estar preparado para aguantar casi lo insoportable.

A pesar de ello, vivimos con el ansia de partir. Muchas veces no llegamos a lo que queremos.

Pero siempre que se ha descubierto una nueva ruta hemos sido capaces de producir más en el mismo tiempo. Con la aparición de cada nueva ruta, en el mismo intervalo de tiempo, nos apresuramos cada vez más hasta que nos decimos los unos a los otros: no tengo tiempo.

Este es el comentario que más se oye sobre la gestión de nuestro tiempo. Era inevitable. Cada nueva ruta ha contraído el tiempo de manera significativa.

El abad Correia da Serra vivía en Mount Vernon. Era consejero de Thomas Jefferson. Una carta que escribiese con destino a Lisboa tardaba cuarenta días en llegar. Si necesitaba una respuesta de su vecino en Portugal, suponía, al menos, ochenta días de ignorancia. En el siglo XVIII, el ahora en Mount Vernon y el ahora en Lisboa estaban separados por cuarenta días.

En mi pueblo, Casal de Cinza, sólo supimos lo que era la República el día 10 de octubre de 1910. No tuvo gran importancia. En 1910 el ahora en Lisboa y el ahora en una aldea perdida en la montaña, a 400 km. de la capital, tenían una diferencia de cinco días.

Hoy se transporta el yo de cualquier persona de un lugar a otro de nuestro planeta en veinte horas. Este es, en la actualidad, el límite de tiempo para el yo.

En la más remota aldea, podemos coger un teléfono móvil y comunicarnos con el punto más lejano del planeta en cuatro segundos. En ese momento el ahora de aquí es el mismo que en todas partes.

Esta enorme contracción del tiempo entre vecinos tiene que pasar, forzosamente, por una red de una nueva especie de ruta. Le llamamos autopistas de la información.

Separaron la unidad de nuestro ser.

No transportan el yo. Tan sólo llevan el "mí".

No dejan circular el yo, el "caminante de pasos lentos". En ellas sólo viaja el "mí", el "andante de pensamientos".

El "mí" es la fuente de la opinión, de la información. Es donde nace la conjetura sobre las causas. Es donde el sentimiento se incluye en todo el contenido del consciente.

Es donde el cambio es más rápido.

En las autopistas de la información, el "mí" hace lo que ha hecho siempre: contar a los demás, cada vez con más frecuencia, acontecimientos reales o imaginarios. Algunos incluso dicen que el "mí" genera pensamiento como el movimiento del tiempo.

Las nuevas rutas de la información permiten que este "mí" fluya casi a la velocidad de la luz. Lo hacen porque en ellas no corren nuestros átomos de materia. Fueron concebidas para transportar información. En las rutas de la información, por las que no pasa el yo, el pensador es tan sólo su pensamiento, el observador se convierte rápidamente en observado.

En estas nuevas rutas no se permite el paso del yo. Sin duda se paga peaje, pero para el paso del "mí".

¡Y con qué intensidad viajamos por estas nuevas rutas! A través de ellas aumentamos la velocidad de comunicación entre los "mí" de tal modo que hemos sido tragados por el mayor vecindario del que alguna vez formamos parte.

No es de extrañar que, en nuestra época, tomemos a los "mí", a los que tenemos acceso rápido, por lo "yos" de los que estamos ávidos. Es tan fácil olvidar que el "mí" se encarga de la propaganda del yo...

El "mí", generador de información, fuente de comunicación, no es capaz de conocer la intimidad de todos los nuevos vecinos que va encontrando en las nuevas rutas. ¿Cómo puede, entonces, haber opinión pública?

En algunos poblados esquimales todavía se hacen los juicios por opinión pública. Para que el "mí" tenga una opinión justa sobre los actos de otra persona, tiene que conocerla íntimamente. En esos poblados todos conocen el "Yo" y el "Mí" de los demás. Existe opinión pública.

A nosotros nos está vedada. En esta formidable vecindad que hemos creado con las autopistas de la información, sólo existe propaganda.

Quizás sea esta la razón. Quizás. Para desear tanto vivir con nuestro yo en un pequeño poblado y para compartir nuestro "mí" con todos los demás vecinos de las redes de las rutas de la información en este presente global.

En cualquier caso, la propaganda mata a la intimidad. Sabemos que sólo en la intimidad, consigo mismo o con alguien, el hombre puede encontrar la felicidad incierta.

Hoy decimos reiteradamente que vivimos en un mundo de incertidumbre. Siempre vivimos. Pero con todas las nuevas rutas al servicio de esta vecindad gigantesca confundimos la certeza con la infalibilidad. ¡No somos infalibles!

Siempre ha habido accidentes. Cuando se abre una nueva ruta siempre están al acecho los grandes peligros y las perspectivas fantásticas.

Hasta finales del siglo pasado, había frecuentes asaltos en las rutas terrestres. En la actualidad todavía se llevan a cabo descargas de materias contaminantes en alta mar, a pesar de que la ley para los océanos comenzara a ser aceptada en el siglo XIX. Existe legislación para las rutas aéreas. Prácticamente no hay ley para el espacio exterior. Para las autopistas de la información no existe ninguna.

Hace falta determinación y coraje para circular por las nuevas autopistas. Siempre ha sido así.

Nos exigen un carnet de conducir para las rutas terrestres. Con más exigencia nos pueden autorizar a circular en las rutas marítimas y aéreas. Para viajar al espacio exterior o a las profundidades del océano tenemos que entrenarnos intensamente. No es diferente para las autopistas de la información.

Porque son las rutas más nuevas en ellas donde encontramos las grandes oportunidades. Pero también es en ellas donde están al acecho los peores piratas. Están preparados para el asalto. Estos nuevos asaltantes de caminos van a atracar al "mí". Van a robar lo que somos. Es un ataque a nuestra identidad a través de lo que pensamos. Este conjunto de asaltos es lo que conocemos como guerra de la información. Como nunca ha sido declarada, es difícil que haya, algún día, un armisticio. Guiados solamente por los sentidos somos muy vulnerables. La defensa está en las convicciones. Tardan tiempo en construirse. Y nosotros no tenemos tiempo.

Para circular con seguridad por las autopistas de la información, los requisitos educativos, culturales, éticos y, por lo tanto, ecológicos son muy superiores a los necesarios para moverse en las otras rutas.

Merece la pena el esfuerzo y la dedicación. Cada vez que se abre una nueva ruta, entre las pausas del miedo, conseguimos más libertad. En estas novísimas rutas gozamos la libertad de ir con mi "mí", conmigo, al "mí" de otro en cuatro segundos.

La señal entre un "mí" y otro "mí" es lo de siempre. Procede del origen y de la supervivencia de nuestra especie. Estoy vivo; no cuentes, o cuenta, conmigo.

En cualquier caso, surcar estas novísimas rutas es tan exigente que sólo algunos, pocos, se mueven de hecho en ellas. La gran mayoría todavía está en la acera viendo pasar el tráfico.

A pesar de todo, hemos asistido a una gran expansión económica. Las llamadas autopistas de la información, esas rutas para el "mí", ya han producido una confianza mucho mayor entre vecinos.

Antes de la aparición de las rutas de la información y como consecuencia de franquear las rutas de los océanos, se había inventado el dinero de papel. Ayudaba a crear la confianza entre vecinos. En todas las rutas en las que nuestro yo encuentra a otro yo, necesitamos un conjunto de átomos ordenados en trozos de papel. Muchas veces sucio y usado. Sin embargo, son suficientes para que otros vecinos nos den cosas, mercancías. Se cambian por esos trozos de papel arrugados.

Hoy día, cuando le preguntamos a alguien cuál fue la última vez que vio su dinero, nos encontramos con una cara atónita. En la actualidad sólo tenemos información sobre el dinero. Parece que es suficiente.

El encuentro ya no es entre los "yos" sino entre los "mí". Entre ellos, los vecinos del "mí", en las autopistas de la información adquirieron un grado más elevado de confianza.

Hay más dinero en información que en billetes. Nadie se preocupa. Es que, en cada nueva ruta, sea cual fuere el alcance de los peligros, está la realización de grandes esperanzas.

Nada de esto es nuevo. Sin embargo, existe una pequeña-gran diferencia: en las autopistas de la información nuestro yo permanece en su lugar del espacio. No abandona su puesto. Estas nuevas rutas permiten, casi instantáneamente, el viaje y la comunicación entre los "mí" sin la presencia de los "yos".

Ya sea en el mar, en el aire, en el espacio exterior, en el astillero, en la fábrica, en el despacho, en el colegio o en casa, siempre que nos sentamos para irrumpir en las rutas de la información, nuestras sillas viajan en el tiempo.

¡Viajar en el tiempo! Para viajar en el tiempo necesitamos un nuevo código. Las reglas para viajar en el tiempo deben ser muy diferentes. Incluso pensamos que sólo pueden estar escritas en un libro de prodigios.

Estamos muy orgullosos de todas las sondas que enviamos al espacio. Viajar a través del tiempo es cosa de la ficción científica. Es lo que se suele decir.

Sin embargo, cuando un niño nace, ¿adónde va? Inexorablemente hacia el futuro.

Ante todo es un viajante en el tiempo.

En la actualidad, las sondas que se envían al espacio y a las profundidades de los océanos son noticia de primera página. Les damos una atención personalizada. Ponemos a su disposición, antes de su lanzamiento, a los mejores especialistas. Porque sabemos que no puede haber averías en órbita o bajo el mar. Estarán muy lejos para poder repararlas.

¿Y las sondas que enviamos al formidable viaje en el tiempo, nuestros hijos? Cuando tengan problemas en el futuro, no estaremos para ayudarlos. ¿Les damos tanta atención como a las sondas que van al espacio? ¡No! ¡No tenemos tiempo! A pesar de todas las redes de rutas terrestres, marítimas, aéreas, del espacio exterior y de la información.

¡Si! Seguimos afirmando que no tenemos tiempo. El tiempo gratis, un don de Dios, se ha vuelto escaso. La economía básica nos dice que el tiempo debe tener dueños y que debe ser cotizado en bolsa. Y los dueños del tiempo existen. Los llamamos tradicionalmente empresas de telecomunicaciones. Con la energía sólo han quedado las seis hermanas. Seis compañías controlan el petróleo. El tiempo será propiedad de dos o, como mucho, de tres.

Ellas fueron quienes tuvieron la osadía y el coraje de irrumpir en las autopistas de la información: millones de kilómetros de circuitos de microondas, millones de kilómetros de fibra óptica en el planeta, cientos de satélites en órbita, miles de puertas en la Tierra y en el espacio.

Comprendieron que la información es dada por los seres humanos. Somos así. Es algo biológico: la opinión. Pagamos los anuncios. Nos gusta que el "mí" de otra persona venga a vernos en la red. Estamos preparados para pagar por el conocimiento. No lo hacemos ni por la opinión ni por la información. Por eso la factura que recibimos en casa o en nuestras instituciones no es sobre información, no tiene nada que ver con la opinión.

Pagamos por los momentos en los que nuestro "mí" se encuentra con el "mí" del prójimo en las autopistas de la información. Pagamos por el tiempo. El "mí" que viaja en ellas paga un peaje carísimo a los dueños del tiempo. Pero parece no importarnos.

Cuando nuestro "mí" viaja por los océanos del tiempo para llegar al "mí" de otro sentimos y entendemos las palabras de Hamlet:

 

 

Duda que las estrellas sean fuego

Duda que el Sol se mueva

Duda de la verdad y de la mentira

Pero nunca dudes que yo amo.

 

Sabemos que para la expresión total de este amor, no hay sustituto para la proximidad de nuestros seres en su completa integridad. Como no hay alternativa para el hierro y para las piedras que hacen este Pabellón de los Océanos en esta Expo’98. Es cierto lo que dice el poema de Edgar Allan Poe:

 

No somos impotentes — nosotras las piedras.

Nuestro poder no pasó — ni nuestra fama —

Ni la magia de nuestro noble nombre —

Ni la maravilla que nos rodea —

Ni los misterios que hay en nosotros —

Ni las memorias que se nos fijaron

Y nos envuelven como un hábito,

Nos cubre un manto de algo más que gloria.

 

Si, más que gloria. Más que memoria. Más que magia. Más que lo maravilloso. Ellas están aquí para darle forma al tiempo.

Ellas son el recuerdo, para todos los viajantes de todas las eras que han de venir, de que hace quinientos años Vasco da Gama y su tripulación fueron hasta la playa. Con miedo en sus "yos" y con reto en los "mí" zarparon los hombres de 1498.

A partir del Tajo trazaron una nueva ruta e hicieron la firma de su siglo. A través de los océanos de agua abrieron el paso hacia nuevos vecinos. La mayoría de ellos vive en los océanos y más allá de ellos. A la mayor parte no los conocemos. Sólo nos preocupamos de amar a algunos, a muy pocos.

Pero en aquel año de 1498 una ola de marea viva fue por el aire. Y llovió sobre una gran roca. Una Lapa. Encontró una ola de la tierra. La Serra da Lapa. Sucedió un milagro de amor. Un manantial se transformó en río. Surgió un nuevo lenguaje ecuménico. Se construyó un santuario. Comenzó una misión.

En el Santuario de Nossa Senhora da Lapa se oyó una palabra de buena voluntad. Todavía se oye por allí y reverbera por todo el globo en los sitios donde hay un barrio de Lapa. Aquella palabra fue transmitida entonces entre vecinos por las cuatro esquinas del mundo sobre los océanos de agua.

En los océanos del tiempo, de nuestro tiempo, en esta EXPO ‘98, dejamos los versos de Fernando Pessoa para que, cada niño, cada viajante en el tiempo,

 

 

Ame infinitamente lo finito

Desee imposiblemente lo posible

Quiera todo

O un poco más

Si puede ser

O incluso, si no puede ser

 

y se vaya. Trace su camino. Encuentre una nueva ruta. Casi seguro será fuera del espacio... Fuera del tiempo. Un día de estos incluso nos llevará a la vecindad de la... armonía.

El agua siempre estuvo allí.

Hace poco más de ochocientos años, un hombre comprendió, en toda su plenitud, esta armonía.

Nació en esta ciudad de Lisboa, a unos cinco kilómetros de este Oceanario, el día 15 de agosto de 1195. El lugar todavía existe.

Se llamaba Fernando. Leyó la oración de San Francisco de Asís a nuestra hermana... el agua. Se hizo franciscano. Cambió su nombre por el de Antonio.

Él es San Antonio de Lisboa. Algunos dicen que es San Antonio de Pádua. Allí falleció el 13 de junio de 1231.

Un día partió para prestar un homenaje a los océanos y a todas las criaturas que viven en ellos.

Ese día, San Antonio puso su mirada sobre el Adriático y vio muchas de las especies que vemos ahora en el Oceanario de esta Expo’98. Se dice que les habrá hecho sentir la suerte que tienen de vivir en el agua. Dios los había librado de todos los diluvios y de la turbulencia de los demás elementos. También se dice que los sentimientos de amor y fraternidad que dimanaron de él fueron tan intensos que los peces y todos los demás seres de los océanos se conmovieron y se inclinaron ante él.

En el Oceanario de esta EXPO ‘98 nos corresponde ahora a nosotros saludar a nuestros hermanos... del agua, de los océanos y aprender: una medida de armonía.

 

 

 

 

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